2024-09-15 11:55:36
“Estoy llorando en mi habitación / Todo se nubla a mi alrededor / Ella se fue con un niño pijo / Tiene un Ford Fiesta blanco / Y un jersey amarillo“. A principios de 1985, gracias al sencillo ‘Devuélveme a mi chica’ incluido en su álbum debut, Hombres G acercaron a las masas la figura del pijo. Con anterioridad, en 1966, el escritor Juan Marsé ya había apodado a Manolo Reyes, uno de los protagonistas de ‘Últimas tardes con Teresa’, como Pijoaparte. Sin embargo, mediante esa canción, David Summers pasó a la posteridad por ser el primero en emplear el término de forma aislada para describir a aquella tribu urbana que, en el frenesí de La Movida, impostaba un marcado acento inglés, se movía en moto por la ciudad y vestía uniformada con vaqueros, plumas y mocasines siguiendo el estilo de los jóvenes paninari italianos.
Tiempo después, en la primera década de los 2000, la RAE lo definiría como un adjetivo despectivo y coloquial que hace referencia a una persona que, “en su vestuario, modales, lenguaje, etc., manifiesta afectadamente gustos propios de una clase social adinerada”. Pero lo que popularmente se entiende por “pijo”, en realidad, tiene unas raíces mucho más profundas: el cambiante universo simbólico de lo aspiracional y la fina línea entre ser y parecer en una sociedad desigual forman parte del ADN de nuestro país desde la época galdosiana. Si bien Hombres G solo pusieron de moda el vocablo, su impacto ayudó a cimentar una imagen que, décadas después, aún da pie a múltiples interpretaciones
En el ensayo ‘Quiero y no puedo. Una historia de los pijos de España’, que este próximo miércoles llegará a las librerías de la mano de Blackie Books, Raquel Peláez, periodista y subdirectora de S Moda, analiza con una mirada profundamente analítica y mordaz dos siglos de la historia española a través de las miserias, grandezas y rigores de sus clases más altas. Sin dejar de lado, por supuesto, a quienes sucumbieron (y aún sucumben) al concepto de emulación pecuniaria, introducido por el sociólogo estadounidense Thorstein Veblen a finales del siglo XIX: un mecanismo que lleva a los estratos más humildes a consumir en un intento por imitar a los superiores.
“Lo que más me ha llamado la atención mientras trabajaba en el libro son las diversas percepciones acerca de lo pijo. Dependiendo de dónde te hayas criado o de tu entorno, por ejemplo, tendrás una noción diferente al respecto. Por ello, resulta muy complicado definirlo”, asevera la autora. “Es fácil asociarlo con aquella tribu urbana de los años ochenta y noventa, pero lo que hoy en día se considera un pijo es algo totalmente inasible. Aunque partimos de la base de que se trata de alguien de clase alta, o de alguien que lo aparenta, desea serlo o actúa como si lo fuera, la visión varía según la perspectiva de cada individuo. En las páginas finales incluyo el testimonio de 12 personas de clase alta y media-alta, y sorprendentemente, cada una lo entiende de una forma distinta”.
Y añade: “Hoy, el término pijo va más allá de aquellos que, en los ochenta, aparentaban provenir de una buena familia, se disfrazaban con colores pastel y se convertían en caricaturas de sí mismos. Ahora, muchos asocian la palabra pijo con el dinero. Si mañana la RAE tuviera que actualizar su definición, probablemente añadiría una segunda acepción que incluyera ‘y, además, tiene dinero’. Vivimos en una sociedad en la que la representación es crucial y existen diversas maneras de construir mundos simbólicos alrededor de uno mismo, desde la moda y los lugares que frecuentamos hasta las personas con las que nos relacionamos. De manera que es muy fácil aparentar que se dispone de ese poder adquisitivo”.
Con un arsenal de datos, “evitando chascarrillos y lugares comunes”, Peláez ha tardado cuatro años en dar forma a estas algo más de 300 páginas en las que desfilan personajes tan fascinantes como la aristócrata y emperatriz consorte de los franceses Eugenia de Montijo, la primera “influencer” en poseer un Vuitton, o aquellos yeyés de los sesenta que, al provenir de familias acomodadas, podían permitirse una Fender. También hay espacio para parejas icónicas como la formada por el canalla Luis Ortiz y Gunilla von Bismarck, quienes ejercieron de anfitriones de la “jet set” marbellí, y para episodios que hoy causarían un auténtico terremoto en las redes sociales. Sin ir más lejos, el día en que Isabel Preysler posó en la portada de ¡Hola! acompañada de una entonces pequeña Tamara Falcó (el epítome del pijerío patrio en el siglo XXI) para mostrar Villa Meona, la mansión que compró junto al exministro socialista Miguel Boyer en el barrio madrileño de Puerta de Hierro. Ocurrió en 1992, justo cuando la recesión económica y los contratos basura se cebaban con el empleo juvenil.
Mención aparte merece el reinado de Alfonso XIII, “un fanático de la bandera que siempre la llevaba consigo y cuyo nacionalismo tiene un claro vínculo con los ‘cayetanos’ surgidos tras el referéndum catalán, a quienes el grupo Carolina Durante dedicó una canción”. Y, por cercanía, la eclosión de aquella Gauche Divine que frecuentaba Il Giardinetto y el club Bocaccio por encima de la Diagonal: “En Barcelona, a diferencia del resto de ciudades, y en especial de Madrid, donde todo el mundo sabía quién era quién, las familias tenían nombres y apellidos y las cuentas corrientes estaban a disposición del Régimen, cobró mayor importancia el capital cultural en detrimento del pecuniario y el social. Aquella forma de libertad, de disidencia frente al franquismo, rompió con el clasismo imperante en la época”.
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“Para mí sería un triunfo que este ensayo genere debate, tanto entre quienes tienen mucho dinero, invitándolos a reflexionar sobre su posición, como entre aquellos que intentan aparentar lo que no son, ayudándoles a cuestionar su identidad de clase. Estoy segura de que los grandes pijos y estirpes estarán encantados de verse reflejados y no tendrán problemas en tomarse con cierto sentido del humor su estatus. Sobre todo, me gustaría que lo leyeran todos los que sentimos cierta disforia social, y que lo hagamos con una mirada un poco crítica hacia nosotros mismos”, apunta Peláez. Al fin y al cabo, “mientras las clases medias ahorramos para adquirir un bolso de Louis Vuitton, las élites están acaparando bloques enteros de edificios en las ciudades”.
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