2024-07-29 07:51:45
¿Fue o no fue una fiesta lo de Pixies este domingo en las Noches del Botánico? No lo fue para ellos, de eso no cabe ninguna duda. Pero para el público lo fue bastante. No siempre se corresponden las ganas del artista con las del público, pero hay que decir que los de Boston, sin ningún entusiasmo por su parte, cumplieron con lo que se esperaba de ellos. Y eso que Madrid no lo ponía fácil: 32 inclementes grados, con el sol ya escondido, marcaban los termómetros de la capital a las 22h, hora de inicio del concierto, quizá un par menos en ese benévolo vergel que es el Jardín Botánico de la Complutense, de nuevo con todo vendido y 4.000 almas ansiosas de esquivar a la lipotimia escuchando la música que algún día les cambió la vida.
Los de Boston jugaban sobre seguro, y cuando uno lo tiene hecho sabe que, si se abandona un poco, tampoco se notará mucho, o que en cualquier caso será disculpado. Pixies son los padres del rock alternativo, quizá la banda más influyente (con permiso de Nirvana y de todas las británicas que se les ocurran) para esa enorme galaxia de músicos y aficionados de todo el mundo que se ha mantenido fuerte y estable a lo largo de las cuatro últimas décadas. Por eso el concierto tenía algo de reunión de viejos alumnos del instituto, con la emoción de reencontrarse con los compañeros de entonces y de volver a ver a esos profesores, los buenos, que les marcaron en su día.
Uno podría pensar que los momentos álgidos de un concierto como este serían aquellos en que la banda tocase alguno de sus principales hits. Es fácil reconocerlos: pongan su nombre en Spotify y les saldrán las canciones más escuchadas. Pero no fue así. Porque los momentos más intensos y celebrados de la noche fueron los más punk. Aquellos en los que la banda de Boston sacó su lado más afilado e imprimió a sus guitarras la fuerza guillotinesca que les caracterizó, sobre todo, en los inicios de su carrera, y que luego han ido distribuyendo a lo largo de toda su discografía. ¿Por qué? Seguramente porque a estas alturas de la película, cuando llevan infinitos conciertos tocando el mismo repertorio, el de sus clásicos, hacer los éxitos de siempre no les pone ni la mitad que aventurarse en sus momentos más salvajes.
La prueba es que, más o menos a mitad de concierto, la banda de Boston entonó Here Comes Your Mind, el que probablemente sea su tema más pop, el de sonido más límpido y espíritu más verbenero. Perfecto para una noche de verano como la que se cernía sobre el jardín complutense. Pero no, no fue ni la más bailada ni la más celebrada. Hubo que esperar a que el grupo, unos minutos más tarde, enfilasen Crackity Jones, Isla de Encanta y Head On, pura pirotecnica punk-rock, para que público y banda se fundiesen como correspondía, los de arriba por fin implicados en un concierto que parecía importarles poco y los de abajo motivados de una vez para empezar a bailar como dios manda y amenazar incluso con el pogo: con unos cuantos años menos (la media de edad estaba entre los 40 y los 50), este se hubiera producido.
Una visita más
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Da igual las veces que Pixies hayan tocado aquí, que son ya unas cuantas. A los padres hay que ir a visitarles con frecuencia, sobre todo cuando son mayores y requieren de nuestro cariño y nuestras atenciones. Ellos saben cómo devolverlo: nos tratan como los reyes de la casa que alguna vez fuimos y nos ofrecen su mejor menú. El de este ocasión estaba compuesto casi en su totalidad por canciones de los cuatro álbumes y un EP prodigiosos que, entre finales de los 80 y principios de los 90, le dieron un giro de timón a la música que se ensayaba en los garajes y se escuchaba en las radios universitarias americanas. Come On Pilgrim, Surfer Rosa, Doolitle, Bossanova y Trompe le Monde son cinco discos a los que venerar como se veneran Las Meninas, Ciudadano Kane o En busca del tiempo perdido.
Sus cuatro miembros originarios habían aprendido del punk el valor de las descargas de energía breves y directas al vientre, del folk el poder de las palabras y del surf unas sonoridades que marcarían buena parte de su discografía. A nosotros, en cambio, nos enseñaron que al ruido no hay que tenerle miedo, que con él también se puede construir belleza y alterar el pulso cardíaco. Todo esto, sin dejar de hacer pop. Quizá ya lo hayamos olvidado, pero buena parte de la gente que llena estadios y encabeza festivales en 2024 le debe casi todo a esta banda y a las que la siguieron en aquel viaje: Nirvana o Radiohead son dos de los ejemplos más claros, reconocido por ellos mismos. Nunca podremos agradecerles lo suficiente que, tras las peleas que condujeron a su separación en 1993, volvieran a juntarse una década después para darnos la oportunidad, a los que en su fase primera eramos demasiado jóvenes, de poder verles en acción. Da mucha pena que ya no esté Kim Deal con ellos en el escenario, pero también hay que festejar que aquella separación diera lugar a los discos de The Breeders y a los no menos estimables de Black Francis en solitario, bajo en nombre de Frank Black.
¿Son los Pixies de hoy en día, es decir, los originarios Black Francis (guitarra y voz), Joey Santiago (guitarras, muchas guitarras) y David Lovering (batería), además de la nueva bajista Emma Richardson (perfectamente efectiva en el incómodo papel de sustituir al bajo y la voz de Kim Deal), los mismos que grabaron hace más de treinta años aquellos álbumes llenos de religión, de ovnis y de surrealismo y con ese sonido tan crudo y ansioso que Steve Albini imprimió como productor a Surfer Rosa y que de algún modo se convirtió en la marca de la casa? No lo son. Hoy los Pixies suenan a lo que les toca ser en 2024: señores. Gente que frisa la sesentena y que ya no están para tonterías. Son poco simpáticos y van a lo que van: a tocar las canciones que espera su público y después largarse al hotel. ¿Una prueba? Hubo que esperar a que el concierto casi llegara a su ecuador para que, antes de arrancar ese tema hipnótico de Bossanova que es All Over the World, Francis se animara a saludar al público. Fue la única interacción en más de hora y media de show.
Antes de eso, todo había sido una sucesión de clásicos entonados sin mucha convicción. Para cumplir el expediente y basta. Arrancaron con una Gouge Away menos cruda que la original, sonando como si la tocasen músicos de sesión que saben ecualizarse como mandan los cánones (que no su música). Siguieron temas imperecederos como River Euphrates, Caribou, Hey o Velouria, pero la desgana seguía siendo palpable. Colaron alguna nueva, como The Vegas Suite, un tema digno y que se corresponde con su trayectoria (no tanto Chicken o Death Horizon, que llegarían después). Y con Vamos, rápida y acerada como la herida de una flecha, trataron de dejar el terreno preparado para la fiesta que debía ser Here Comes Your Man. Pero, como se ha dicho, la verbena no cristalizó ahí como tenía que hacerlo. Con las posteriores Mr. Grieves y Holiday fue cuando la cosa empezó a coger cuerpo, y cuando después llegó esa andanada punk ya mencionada, todo tomó la forma que debía. Había costado conseguirlo. Black Francis lleva tantas giras encima tocando lo de siempre, los hits, porque los álbumes de los 2000s no le importan a casi nadie, que ya solo se divierte cuando saca su lado más salvaje.
Con tres temas de Trompe le Monde, su álbum más metalero, la cosa mantuvo la línea. Planet of Sound, Alec Eiffel y The Navajo Know, con sus ritmos casi electrónicos, dejaron la discoteca lista para la verbenera Dig for Fire, la muy rock Bone Machine y, tras el interludio de temas nuevos, un hit como Wave of Mutilation, con esas guitarras alineadas y esa voz maquínica de Francis sonando con el ritmo de una marcha militar acelerada. Si alguien dudó de que Where is My Mind, su clásico entre los clásicos, sonaría al final del concierto, cuando se tiene que producir la traca definitiva, no estuvo muy fino. La “balada” de Pixies fue la antepenúltima, y diremos que no emocionó lo que tenía que emocionar, como si el tiempo y las infinitas escuchas hubieran convertido en banal una canción única e imperecedera. Sí lo hizo, en cambio, esa versión de Neil Young incluida en un disco de caras B de la banda que es Winterlong.
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Como era la única de las grandes que quedaba, todo el mundo sabía que cerrarían con Debaser, pero aún así hubo que aguantar el paripé de “hemos terminado, nos vamos, aplaudid para que toquemos la propina”. Hecho el show, Debaser sonó como tenía que sonar, poderosa y emocionante, y ese homenaje a Un Perro Andaluz de Buñuel y Dalí hizo que el público saliera satisfecho de lo que se esperaba como una fiesta y fue, al final… una fiesta. Aunque esta vez (y van…) la banda no pusiera toda la carne en el asador para que lo fuera.
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