2025-02-13 14:40:00
A veces olvidamos lo extremadamente maravillosa que puede ser la vida y el fenómeno tan especial y único que representa. Hasta donde sabemos, solo hay un planeta capaz de albergar vida, el nuestro. Y parece que surgió una única vez en forma de algo parecido a los actuales organismos procariotas. Sin embargo, no perdemos la esperanza de encontrar algo similar a LUCA (siglas de Last Universal Common Ancestor, la célula ancestral de la que descienden todos los seres vivos que conocemos) más allá de nuestras orillas planetarias.
¿Dónde los buscamos?
Desde que empezamos a soñar con marcianos, el panorama del conocimiento científico ha cambiado sensiblemente. Los rovers más recientes que han recorrido la superficie de este planeta, Perseverance y Curiosity, han identificado compuestos orgánicos y minerales que sugieren que pudo haber tenido condiciones habitables en el pasado, pero eso es todo. Ahora mismo, Marte es un paraje desértico rojizo, atractivo pero muerto. Nada de seres verdes con grandes cabezas.
Mercurio es una roca abrasada próxima al Sol, Venus tiene una atmósfera tóxica y tórrida y los demás planetas del sistema solar o son gaseosos o están muy lejos del Sol. Así que, al margen de Marte, la búsqueda de otras formas de vida se centra en satélites, sobre todo de Júpiter y Saturno.
Europa, satélite de Júpiter, y Encelado, satélite de Saturno, parecen contar con grandes océanos de agua bajo una gruesa corteza de hielo que podrían albergar moléculas orgánicas, los pilares para el origen de la vida tal como la conocemos. Esos sí, no serían como E. T., sino más bien similares a los organismos unicelulares terrestres más sencillos.
Si miramos más allá, se han detectado más de 5 500 planetas girando en torno a otras estrellas diferentes al Sol. Solo unos pocos se consideran potencialmente habitables y están siendo objeto de investigación. Pero, como decía Carl Sagan en Contact: “El universo es un lugar bastante grande. Si solo estamos nosotros, sería una terrible pérdida de espacio”.
Abrir la mente a lugares inhóspitos
Antes de la década de 1960, las condiciones que albergan los prometedores satélites del sistema solar nos habrían parecido imposibles para la vida.
La idea predominante hasta entonces era que la vida solo podría darse en los rangos de habitabilidad en los que veíamos sobrevivir organismos pluricelulares: agua, temperaturas suaves por encima de 0⁰ C y por debajo de 40⁰ C, pH en rangos neutros, salinidad baja, luz solar o energía equivalente. Estas condiciones se consideraban imprescindibles para la vida.
Sin embargo, a mediados del siglo XX, el microbiólogo Thomas D. Brock descubrió bacterias que vivían en las aguas termales del Parque Nacional de Yellowstone, donde las temperaturas superan los 70⁰ C. Sin que entonces se encontrara relación directa, aquel descubrimiento amplió el sueño científico de encontrar vida extraterrestre.
Desde entonces, se han descubierto en la Tierra organismos extremófilos que sobreviven en una variedad de condiciones extremas: desde el frío de las fisuras de los hielos polares a las altas presiones de las profundidades oceánicas. Se han encontrado bacterias adheridas a pequeñas partículas en suspensión en las nubes, en ambientes salinos extremos, como el Mar Muerto, o extremadamente ácidos, como en Río Tinto. Algunas extremófilas sobreviven a altas presiones, e incluso las hay resistentes a altos niveles de radiación.
Lo impactante fue también encontrarlas dentro de nosotros.
Marcianos en nuestro estómago
En los años 80, dos médicos australianos, Barry Marshall y Robin Warren, comenzaron a estudiar las úlceras gastroduodenales. Hasta ese momento, la dolencia se atribuía al estrés o el exceso de secreción de ácido gástrico, algo que ayudaba muy poco a solventar el problema al paciente.
Warren, como patólogo, tras haber identificado bacterias en las muestras de biopsias gástricas de los enfermos, tenía claro que debían considerarse agentes causales de la enfermedad. Sin embargo, debía luchar contra el dogma de que los microorganismos no podían crecer en las condiciones extremas del medio ácido del estómago.
Hasta 1981, Warren había investigado en solitario. Pero ese año se encontró con Barry Marshall, que seguía el programa de especialización clínica del Real Colegio de Médicos de Australia, al que le propusieron colaborar con “el chalado de Warren, que está intentando convertir las gastritis en una enfermedad infecciosa”.
En 2005, Barry Marshall y Robin Warren recibieron el Premio Nobel de Fisiología o Medicina por su descubrimiento de Helicobacter pylori y su papel en las enfermedades gástricas, revolucionando el campo de la gastroenterología.
H. pylori dispone de una asombrosa batería de factores que la ayudan a sobrevivir en la hostilidad. Por ejemplo, flagelos que la permiten surfear en lo líquidos estomacales para acercarse a la pared del estómago, rompiendo la capa de moco protectora y adhiriéndose a ella.
Con la enzima ureasa, H. pylori degrada la urea del estómago en amoníaco y CO₂, creando un microclima de pH más elevado que le permite reproducirse. En cuanto su número aumenta, libera exotoxinas que inflaman y destruyen el tejido gástrico del estómago. Y así es como las úlceras acaban apareciendo, al quedar el tejido conectivo subyacente expuesto a la acidez del estómago.
Hemos aprendido que, incluso agazapada dentro de nuestras entrañas, en las paredes del interior sonrosado de nuestro estómago, sujeta a unos pHs similares al vinagre, sin luz, azotada por violentos movimientos peristálticos y expuesta a enzimas degradativas y al arrastre de las mareas generadas por el amasijo de alimentos, la vida es capaz de resistir y proliferar.
El estudio de microorganismos extremófilos ofrece la esperanza de que también en otros cuerpos del sistema solar, o en alguno de esos 5 500 exoplanetas descubiertos, aún en condiciones extremas, ese fenómeno tan extraordinario que es la vida esté presente.
Los marcianos con los que hoy soñamos podrían parecerse a H. pylori, por qué no.
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