2024-08-25 17:29:22
En el Extremo Oriente también incomoda el turismo masivo. La devaluación salvaje del yen ha inclinado el mundo hacia Japón y aconsejado limitaciones en algunos de sus más icónicos parajes. No está solo en esa guerra pero en ningún otro lugar contrastan más algunos asilvestrados extranjeros con la armonía local. Su última medida no persigue tanto alejar al turismo como exprimirlo: es el “impuesto gaijin” (extranjero en japonés) o un doble sistema tarifario oficioso que penaliza a los visitantes.
Quizá no fue el primero pero sí el más mediático. Tamateboko, una marisquería de Shibuya, céntrico distrito tokiota, ofreció a los locales un descuento equivalente a seis euros en su menú diario. Ese aumento de precio encubierto para los extranjeros fue recogido por la prensa internacional y catalizó el debate sobre su ética. Muchos en el gremio siguieron sus pasos. No hay leyes sobre la discriminación tarifaria así que solo el albedrío del restaurador decide si cobra un puñado de euros más o si el menú en inglés quintuplica los precios locales.
La devaluación salvaje del yen ha inclinado el mundo hacia Japón y aconsejado limitaciones en algunos de sus más icónicos parajes
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Práctica extendida
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La práctica se ha popularizado en los destinos más turísticos. No son muchos restaurantes pero sí los suficientes para que la sociedad japonesa discuta estos días sobre el fenómeno. Algunos lo ven como un atentado contra la más elemental hospitalidad y alertan del quebranto de la imagen nacional. Es comprensible el cabreo si sabes que los ramen que degusta tu compañero de mesa cuestan la mitad que los tuyos. Desde el sector defienden que en un país con un nivel de inglés subterráneo. Obliga a contratar a camareros bilingües o traducir los menús y la barrera idiomática ralentiza el servicio cuando hay más clientes que mesas. Ese impuesto, sostienen, compensa la inversión. E insisten en que no cobran más a los de fuera sino menos a los de dentro.
Una medida popular
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“La adopción abrupta del doble sistema de precios, sostenida en la cortoplacista creencia de que los extranjeros pueden permitírselo por la debilidad del yen, puede generar escepticismo”, sostenía Tomoya Umekawa, profesor de Turismo de la Universidad Kokugakuin, en la agencia Kyodo. Una reciente encuesta sentaba que el 60 % de los japoneses la apoyaba.
También los operadores de los destinos turísticos apuntan al extranjero. El gobierno local de Himeji contempla cobrarles unos 30 euros, el séxtuplo de la tarifa habitual, para entrar a su célebre castillo, una maravilla de madera del siglo XVII que ha sido bendecida por la UNESCO. Su colega de Osaka aplaudió la medida y la anunció también para su castillo. Y en Hokkaido, la isla más septentrional que atrae a esquiadores de todo el mundo, el Departamento de Turismo ha aconsejado a los negocios que bajen los precios a los compatriotas.
No es raro en Asia, con realidades económicas opuestas, que el occidental pague más. En India, Sri Lanka, Myanmar… Incluso en Pekín, 15 años atrás, al extranjero le acercaban menús escritos en un esforzado inglés con los precios inflados. Son peajes razonables en países en vías de desarrollo. Pero hablamos de una potencia económica y tecnológica, con una renta per cápita envidiable, que los aplica apoyándose en una simple coyuntura cambiaria.
Tensa convivencia
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El desplome del yen ha convertido Japón en un destino asequible y las nuevas rutas aéreas acaban de explicar los máximos mensuales encadenados. Los 3,3 millones de turistas llegados en julio empequeñecen las cifras prepandémicas y su gestión también tensa la convivencia con los vecinos.
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El Gobierno de una pequeña localidad en la falda del Monte Fuji se cansó de la basura que dejaban y levantó una red para obstruir las vistas. Kioto es la principal víctima del turismo masivo. La capital imperial conserva su centenaria atmósfera en un país hipertecnificado. En el distrito de Ginza se juntan los templos sintoístas, las coquetas casas de té y las callejuelas angostas y empedradas por las abundan las geiko (geishas) y maiko (aprendices) de rostro níveo, coloristas kimonos, sandalias de madera cuadradas y sombrillas. Su gobierno las ha intentado proteger de los irritantes patanes que las someten a larguísimas sesiones de fotos, aclarando que su consentimiento es preceptivo, y recientemente ha prohibido la entrada a los callejones más apartados.
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