2024-10-07 07:27:33
A ambos lados de la volatilizada frontera, hace un año que dos pueblos sintieron lo mismo a la vez. El pasado 7 de octubre, cuando miles de milicianos de Hamás irrumpieron en las comunidades del sur de Israel y mataron a 1.139 personas y secuestraron a 250 más, las sociedades gazatí e israelí experimentaron, de inmediato y al unísono, una misma sensación. Israel venía de meses de protestas masivas en contra de la reforma judicial del Gobierno ultraderechista del primer ministro, Binyamín Netanyahu. En la Franja de Gaza, más de tres lustros de bloqueo egipcio-israelí, sumados a la mano de hierro del Gobierno de Hamás, sumían a la población al paupérrimo abismo. Pero ese 7 de octubre el pueblo gazatí, por una parte, y el israelí, por otra, se entregaron a la necesidad de la unidad.
En el lado palestino hubo celebraciones y vítores al ver cómo sus hijos, sobrinos y nietos volvían a pisar la tierra de sus antepasados. El reguero de sangre dejado en su visita fue aplaudido como un ejercicio de justicia histórica. En el lado israelí, la población aparcó la extrema polarización y se unió para dar apoyo a las familias supervivientes, a aquellas con seres queridos secuestrados y a las decenas de miles de reservistas que ejercían el derecho a defenderse de su Estado tras el atroz ataque. Pero 12 meses después, no queda nada de aquella efímera unidad en ninguno de los lados de la frontera. Netanyahu va a la suya, ajeno a los reclamos de su propio pueblo, y Yehia Sinwar, el líder político y militar de Hamás, sigue en pie debajo de los mismos escombros que esconden las ruinas de su propio pueblo.
Trauma todavía vivo
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Hasta hoy, Netanyahu no ha reconocido los errores de seguridad e inteligencia que llevaron a la catástrofe del 7 de octubre. Más bien, desde entonces, el primer ministro israelí ha emprendido una huída hacia adelante. Y gran parte de su pueblo no está dispuesto a permitírselo. Este primer aniversario del 7 de octubre será un ejemplo de ello. Muchos kibbutzim y comunidades del sur, principales focos del ataque de Hamás hace un año, han decidido, motivadas por las familias de los rehenes y otras víctimas, celebrar ceremonias alternativas para conmemorar ese trágico día. Animan al boicot de la ceremonia oficial organizada por la ministra de Transportes, Miri Regev, a la que acusan de no tener en cuenta el “dolor” de las familias.
“La sociedad israelí está todavía en un estado postraumático”, reconoce el activista israelí Dani Filc, de la organización Standing Together, a EL PERIÓDICO. “Está muy dividida alrededor de la figura de Netanyahu, y el tema de los rehenes: por un lado, una parte de la sociedad considera que hay que hacer un acuerdo, terminar la guerra, salir de Gaza y sacar a los rehenes, y, por otro lado, aquellos de la derecha más mesiánica y fundamentalista consideran que la fuerza es la única respuesta y que, si hace falta, los rehenes son sacrificables”, constata. Si algo ha demostrado Netanyahu a lo largo de todo este año es que ni la fragilidad interna ni la presión extranjera le afectan. El pasado viernes ordenó el ataque que mató al líder de Hizbulá, Hasán Nasralá, desde la sede de Naciones Unidas y sin consultar previamente con su aliado estadounidense.
Netanyahu, a merced de sus socios
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Durante este año, Netanyahu ha vuelto a erigirse en un líder impopular. A menudo, su peor enemigo ha estado en el seno de su Gobierno. Por un lado, los partidos ultraortodoxos de su coalición han amenazado con retirarle el apoyo si cumple con la orden del Tribunal Supremo de eliminar la exención del servicio militar obligatorio a los 60.000 estudiantes de las yeshivás, las escuelas religiosas. Por otro lado, los ministros ultraderechistas Bezalel Smotrich e Itamar Ben Gvir, firmes partidarios de continuar con la presión militar en la Franja de Gaza, sin importarles el bienestar de los rehenes, han jugado el mismo juego. A finales de julio, la detención de soldados acusados de torturar a detenidos palestinos en la base militar de Sde Teiman provocó la irrupción en la base de manifestantes de extrema derecha, acompañados por parlamentarios israelíes, para intentar liberarlos por la fuerza.
“La eternización de la guerra en Gaza sirve a los intereses de Netanyahu y de sus socios pese a las protestas populares y al precio que ya pagan los palestinos y los israelíes porque pronto empezaremos a sufrir las consecuencias económicas”, recalca Filc. A Netanyahu también le beneficia la falta de un sucesor obvio. Mientras que el líder de la oposición, el centrista Yair Lapid, no ha logrado articular una alternativa clara a las políticas del primer ministro, el antes popular y también centrista Benny Gantz, exmiembro del gobierno de unidad creado hace un año, ahora perdería las elecciones ante un Netanyahu fortalecido tras el ataque que mató a Nasrala.
Estado de Hamás
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Pese a que hay mundos de distancia que las separan, esta división que permea la sociedad israelí también se traslada a la gazatí. Allí, entre los escombros de todo un enclave, la población cada vez culpa más a Hamás por haberles traído las ruinas. Pese a que Israel afirma haber matado a miles de militantes del grupo palestino, que gobierna de facto la Franja, desmantelado la estructura de mando de casi todos sus batallones y destruido su red de túneles, el control de Hamás se ha relajado pero no se ha roto, según afirman funcionarios estadounidenses a The New York Times. Netanyahu sigue convencido de que el objetivo asumible de su ofensiva militar es la “victoria total” sobre la milicia, pero muchos en sus círculos más cercanos reconocen que eso no es posible.
“Hamás es una idea”, dijo hace unos meses el portavoz del Ejército israelí, el contralmirante Daniel Hagari, en el canal de noticias israelí Canal 13. “Quienes piensan que podemos hacer que Hamás desaparezca están equivocados; la idea de que es posible destruir a Hamás, hacer que Hamás desaparezca, es echar arena a los ojos del público”, añadió en un claro desafío a Netanyahu. La mortal ofensiva israelí, que se ha llevado por delante más de 41.700 vidas palestinas, ha desmantelado en gran medida la infraestructura militar de Hamás. Pero, a estas alturas, para Hamás, el hecho de resistir durante un año contra uno de los Ejércitos más poderosos del mundo, armado y apoyado por Washington, ya les ha hecho ganar la guerra.
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Un año después del inicio de la guerra, el gobierno civil todavía funciona. Siguen empleando a miles de personas, ayudan a distribuir ayuda y los servicios de seguridad continúan intentando hacer cumplir la ley, según fuentes del propio Gobierno. Pese al asesinato de su líder político, Ismail Haniyeh, en Teherán a finales de julio, el grupo va ganando más combatientes entre las ruinas de Gaza. Para Hamás, y especialmente para el sucesor de Haniyeh, el que ya era el líder militar del grupo, Yehia Sinwar, la lógica de la insurgencia implica que el simple hecho de sobrevivir frente a un ejército mucho más poderoso proporciona una victoria simbólica. La realidad, tras 12 meses de violencia sin precedentes, es que, si la guerra terminara mañana, Hamás seguiría siendo el poder dominante en la Franja de Gaza y, con el apoyo de la población palestina, que aún le prefiere a su rival Fatah, podría reconstituirse como fuerza gobernante en el maltrecho enclave.
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